viernes, 22 de abril de 2011

Los candados

Recuerdo un día indispensable para entender el hilo de la historia. Aquel día habló menos de lo que acostumbraba. Estaba melancólica. Le notaba incómoda, como si quisiera que regresaramos al hotel. Se lo propuse varias veces pero dijo que no, que estaba bien. Nervioso, comencé a recuperar los acontecimientos de aquel día en el que un sol implacable se había propuesto perseguirnos hasta extenuarnos. Entonces recordé el punto exacto en el que dejó de sonreír y se encerró en si misma. Había sido en aquel enorme puente, repleto de candados- como si alguien quisiera que las aguas no se lo llevaran- cada uno con el nombre de diferentes parejas que a lo largo de los años habían decidido sellar su amor. Nos detuvimos sorprendidos por la enorme cantidad de cierres que el tiempo había recaudado. Vimos alguna pareja sacándose fotos, sonriendo a la cámara mientras lanzaban la llave al río que bajaba, crecido, tras ellos.

Vimos a una pareja besarse y a otra discutiendo con el fotógrafo porque no había conseguido fotografiar el vuelo de las llaves, o porque la foto había salido borrosa.No me hagáis caso. No entendí bien aquel italiano tan cerrado.

El caso es que mientras yo reía y trataba de refugiarme en la complicidad de Patricia, ella bajó la mirada. Esa fue la primera de las veces en las que le pregunté si se encontraba bien.

Decidido a arrancarle una sonrisa, pensé que quizá esa rabieta era una forma de pedirme que dejáramos ahí nuestro propio candado. "¿Estás loco? Claro que no. Y vámonos de aquí."
Así que nos fuimos.

Al principio la excusé pensando que quizá actuara así por su rechazo a las muestras de amor en público. Pero una vez que recordé el episodio, ya de noche, lo comprendí.

Para ella aquel puente no era un oasis de amor, ni un pulso al tiempo o a la fugacidad de la pasión. Para ella era un cementerio de sentimientos. Donde yo veía besos, abrazos e historias , ella dibujaba rupturas, y los candados se le antojaban una lápida, un recuerdo banal de algo que nunca debió de existir, que nunca funcionaría.

Ella no quería abonarnos a esa tendencia. No quería provocar al olvido. Pero en ese momento pensó que en un tiempo no seríamos más que ceniza, y no tendríamos nada que recordara nuestro paso en la vida del otro.

Siempre se encerraba en aquellos pensamientos, en aquellas ideaciones sobre destinos trágicos.
Ahora sonrío al recordar cuando me replicaba, al discutir, que yo siempre analizaba todo, que siempre iba más allá de las cosas. En realidad mi razón, inevitablemente siempre en funcionamiento, no es más que mi herramienta de ordenar el presente.

Ella prefería esperar, dejarse llevar, porque creía que ni la vida ni los sentimientos merecían la pena, estando como estaban, abocados a la muerte.

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