domingo, 15 de mayo de 2011

I. Miguel

Un corazón es como una fruta. En ocasiones lo creemos podrido, inservible y, sin embargo, basta con quitar la parte negra para que, de nuevo, lata con fuerza.
El corazón de Miguel era inservible, o eso creía. Hacía tiempo que dormía demasiado. La tristeza y los problemas de conciencia no siempre están conectados. A él no le costaba dormir. Si acaso, maldecía cuando debía dejar de hacerlo. De hecho, despertar cada día era un castigo. Aborrecía abandonar el mundo de ficción que construía en sueños.

 Aquella mañana el despertador no le concedió la tan ansiada tregua y volvió a martillear en su sueño. Aquella mañana, ni siquiera la luz que se deslizaba por los agujeros de las persianas consiguió hacer efecto en su estado de ánimo. Ni el olor a bacon friéndose que subía por las escaleras logró que se levantara sin maldecir.
Buscó las zapatillas pero no estaban.
- Maldito perro.

 Desde que el anterior había muerto, la casa parecía sufrir la ausencia de algún elemento que le aportara movimiento y que suavizara la evidente apatía en la que estaban inmersos los cuatro hermanos. Pero un maldito Yorkshire no era lo mismo que Bull. Miguel y aquel Gran Danés habían compartido todo, habían crecido juntos. En su habitación se mezclaban las fotos del equipo de basket infantil con las de Bull. Solo había dos enmarcadas: En una aparecía con apenas un año, con un cachorro sobre las piernitas, sonriendo a la cámara.
En la otra, apenas algunos meses mayor, se desternillaba en brazos de su padre.
La muerte de Bull precedió a la del padre. Ese fue el golpe que desestabilizó a la familia...
Ahora su madre parecía pensar que con el recién adquirido Yorkshire, Tula, podrían rellenar ese vacío. Todos los hermanos mostraban una sonrisa empapada en sorna y  tristeza cada vez que lo hablaban.

Mientras se duchaba, Miguel divagaba en sus pensamientos de siempre. Pensaba mucho en su padre y en aquel accidente de coche que se lo llevó. Nunca se planteó lo mucho que cambiaría su vida tras su marcha. Nunca pensó que echaría tanto de menos visitarle mientras trabajaba.

Aún recordaba el olor de la tienda de animales. Un par de gatos, los del padre de Miguel, se dedicaban a deambular por la tienda con sus andares torpes. Miguel pensaba que aquellos persas pesaban más de lo normal. Siempre les tuvo miedo. No le gustaban sus enormes ojos. Parecía que lo vigilaban. Odiaba esa sensación.
La tienda era famosa por sus pájaros. Reunía una fantástica colección de jaulas, muchas de ellas antiquísimas, de una madera muy valiosa. Su padre se afanaba en mantener limpias de excrementos las pajareras, que, aún no estando en venta, encerraban una colección aún más impresionante de periquitos, canarios, loros, cotorras y toda clase de pequeñas aves de exóticos colores.
Hacía tiempo que no la visitaba. Su madre decidió traspasarla tras la muerte del padre, pero fue imposible venderla, así que ahora estaba alquilada a una familia marroquí. Sobrevivía a duras penas,


Algún día la tienda sería suya. Era el último de los hermanos. Pronto cumpliría la mayoría de edad y se daba por hecho que sería el "afortunado" que continuaría con la tradición familiar. Dos de sus hermanos mayores estudiaban Derecho y el otro Historia en la Universidad Pública Vasca.
Parecía lógico que él, desentendido de los estudios pero inteligente y emprendedor, se encargara de la tienda e impidiera que la crisis económica se la llevara por delante cuando los marroquíes no pudieran hacerse cargo con el alquiler, cosa que sucedería pronto si teniendo en cuenta la escasa afluencia de gente.
Miguel sabía que se merecía una vida mejor. Si no mejor, por lo menos merecía una vida propia. Nunca pensó si trabajar en la tienda le agradaría o no. Lo que le molestaba era no tener la oportunidad de labrarse su propio futuro. Le molestaba que todos dieran por hecho que seguiría los pasos de su padre y de su abuelo.
Le fastidiaba que nadie le preguntara por sus sueños, que parecían solo accesibles a sus hermanos. Además, ellos sólo soñaban con hermosas chicas y flamantes deportivos.
Sobre la moral de sus hermanos mejor no hablar. Los gemelos meterían al premio Nobel de la paz en la cárcel por un traje nuevo.
Bien pensado, quizá eso ayudara a ser un buen abogado. La falta de escrúpulos, la ausencia total de valores. Desentenderse de la justicia y ganar el caso. La moral para los jueces.
Siendo justos, para Miguel, Ricar, el tercero de los hermanos, era la antítesis de los dos mayores. Retraído y silencioso, pasaba los días leyendo y estudiando. Casi no salía, no tenía muchos amigos.  Miguel le tenía mucho cariño. Le gustaba tratar con personas inteligentes, y aunque Ricar no lo fuera en absoluto (Miguel odiaba a aquellos que pensaban que alguien estudioso era por naturaleza inteligente o al revés), le parecía un chico noble y sincero. Tenía un gran corazón. Lástima que siempre estuviera borracho de sueños.

Miguel también tenía sueños, aunque nadie le preguntase por ellos. Le encantaba la fotografía. Un día le explicó a su mejor amigo, Pablo, que pocas veces había sentido sensaciones tan fuertes como aquel día que leyó una entrevista antigua de Lewis Hine, un fotógrafo concienciado con los problemas sociales. Decía que no necesitaría una cámara de fotos si fuese capaz de relatar con palabras todo lo que vivía a diario. Ser fotógrafo es saber sentir y hacer sentir, retratar sentimientos, emociones, trascender a la mirada superficial con la que acostumbramos a percibir las cosas. Un fotógrafo no es aquel que conoce los secretos más ínfimos de su cámara. Un fotógrafo, y Miguel se incluía en ese pequeño grupo de personas, es una persona que se emociona con los cambios de luz, que tiene ángulos en la cabeza, que ve en las cosas cotidianas su potencia para ser imágenes.
Suspiraba en las clases de Lengua, en las que el profesor no se cansaba de repetir que la vocación no existía. Le molestaba que la gente avanzara según la necesidad de sobrevivir, y no  buscaran la felicidad. Odiaba a aquellos que preferían tener poder adquisitivo y estabilidad, aun viviendo una vida vacía, a luchar por sus sueños asumiendo el riesgo de que el cristal de sus fantasías quebrara.
Pero hay algo que observaba tanto en la tienda de su padre como fuera. En todas partes hay pájaros resignados a vivir en su jaula.
Para Miguel, la vida era una enorme pajarera. Sentía vértigo pensando que estaba condicionado por un destino travieso. Soñaba a menudo con que, siendo pájaro, lograba escapar de una de las jaulas pero se rompía las alas contra un cristal creyendo que las ventanas estaban abiertas. Siempre despertaba cubierto de sudor y jadeando.
Escapar. Aquella era su meta. Escapar de todo y de todos. Burlar aquel destino que se afanaba en limpiar las ventanas, como antes lo hacía su padre, para que los pájaros ingenuos como él las creyeran abiertas.

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