martes, 3 de mayo de 2011

Carta a Patricia (III)

Habríamos de pasar un verano maravilloso antes del adiós. Para mí fue un jarro de agua fría, una ducha de realidad, la quema de rastrojos que suponen las fantasías en mi mente.
Dijiste, sin inmutarte, que quizá sería mejor que no nos viéramos nunca más, por eso de que íbamos a vivir lejos el uno del otro, "y ya sabes, Pablo, las relaciones a distancia nunca resultan".
Seguiste hablando alrededor de una hora , y qué decir, no pude rebatir ni una sola de tus palabras. Es cierto que dije un montón de idioteces y dudé de todo, pero no es que no te creyera.
Lo que no podía creer era el tono monocorde de tu voz, la aparente tranquilidad con la que tejías las palabras. Yo giraba la cabeza temiendo que vieras mis ojos anegados en lágrimas y apenas lograba, muy de vez en cuando, articular un par de palabras con voz temblorosa.
Fuiste la luz, el renacer. Así fue como empecé esta carta. Pero todo lo que nace muere, y yo morí en tu adiós.
Dice Lope de Vega que el amor tiene fácil la entrada y difícil la salida.
Tu amor, de hecho, resolvió quedarse en mis entrañas para siempre. Primero fue una bestia y me quemaba por dentro, después una neblina gris que convertía en apático todo lo que me rodeaba.
Finalmente, se tornó en recuerdo: símbolo del tiempo que fui feliz.
Nunca más he dicho "te amo" a nadie. Y si lo hice, me habrá sido perdonado hace un par de horas al recibir la Extrema Unción.
Fue terrible habituarme a la terrible verdad: nunca más volvería a verte.

Pero como bien ya sabes, aquella no sería la última vez que nuestras vidas se cruzarían.

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