lunes, 2 de mayo de 2011

Carta a Patricia (II)

Fue la arquitectura de tu cuerpo la única que llegué a comprender aquel año que los años han diluido en olvido. Recuerdo, sin embargo, que escapaba contigo en las clases más monótonas. Recuerdo perdernos entre el gentío para, poco después, varar en aquel bar que acabó por ser testigo de nuestro amor. Todo mi afán, mi atención, mi furia estaban orientados a arrancarte sonrisas; apenas atendía en clase; apenas conseguí aprobar un par de asignaturas.
Pronto comprendí lo errónea de mi elección; la capacidad visual brillaba por su ausencia, las matemáticas volaban y mis libros de álgebra se tornaban en poemarios a medida que tu risa ocupaba mis días, y tu cuerpo mis noches.
La arquitectura no era una opción factible; aún así, no me fustigué por el error. Todo lo contrario, lo celebré. Celebré que aquella decisión, movida acaso por los deseos de mi padre, había acabado por desencadenar tu aparición en mi vida. Desde entonces y aún hoy, agradezco cada día al azar y la suerte por sus designios incomprensibles.
Como he dicho, la única arquitectura que ocupó mi tiempo fue la de tu cuerpo. Cada noche estudiaba los ángulos, las luces y sombras de tu silueta: las fuertes columnas que conformaban tus piernas, el bello capitel que había sido dibujado bajo tu vientre, y por fin, la cúpula - tu pecho- y la estrella que iluminaba aquel monumento - tu sonrisa-.
Tenía que hacer malabares con los créditos para pasar de curso. Opté por perseguir mis sueños, por estudiar Filosofía.
Más intrigante, e imagino, más compleja, fue tu decisión de dejar la carrera a pesar de tu intachable historial. Nuestras continuas salidas en horarios lectivos y el poco tiempo que dedicabas al estudio no fueron razón suficiente para manchar tus impresionantes resultados.
El segundo año de carrera se erigía en el futuro como un horizonte confuso, una línea borrosa entre tu cielo y mi mar; quizá una herramienta del destino para separarnos.

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