domingo, 25 de septiembre de 2011

De adioses que duelen

Ya se fue aquella dulce espera.
Acabó el tiempo en el que el teléfono
rugía en la mesilla tu nombre,
y hablábamos a cada segundo.

La tristeza se dilata al ver las fotografías
que no pude quemar.
Tu risa revolotea y ridiculiza aún más mi dolor.

Qué bueno que me olvidaste. Qué bueno.
Me siento imbécil vistiéndome en mentiras que no son mías.
Y busco en tu mirada que me encuentra esa complicidad añeja
que los años se llevaron.

Nos ponemos al día. Siento que vences, como siempre.
El don de olvidar es el tuyo, el mío, nadar a contracorriente
entre recuerdos.

Lo peor el nudo en la garganta, las ganas de llorar, cuando hablamos
y hablamos y aparecen destellos del pasado.
Pero ahora están oxidados. Tristes.

O cuando nos quedamos callados sin saber qué decir,
buscando esperanza en los ojos del otro
y a ti te tiembla la cucharilla entre los dedos.

Sigues igual. Incapaz de esperar a que el café se enfríe.
Te quemas los labios.
Pero hoy, será otro quien los alivie.

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