domingo, 9 de septiembre de 2012

Reencuentro

Llueve a cántaros.
Vaya un día eligió para un reencuentro.
Ten, sécate, estás en tu casa
-por supuesto no lo está-.
Ella asiente, cansada,
qué viaje tan largo,
¿en qué pensabas al comprar
una casa tan lejos del mundo?
Sonrío.
Siéntate,
estoy contigo en un momento.
Llevo su abrigo al armario.
Es el mismo, me parece,
aquel que llevaba
las largas tardes de invierno.
Reviso el fuego,
la cena pronto estará lista.
Descorcho una botella.
¿Aún bebes?
Menos, a él no le gusta.
Hago una mueca desde la cocina,
ella no puede verme.
Qué desastre,
pienso,
qué felices los días
en los que no hacían falta prolegómenos
para acuchillar con verdades.
¿No se te hace grande la casa,
con tantas habitaciones,
viviendo tu solo?
No contesto.
Finjo estar ocupado en la cocina.
Me ha sorprendido su rapidez.
Pensaba que haría falta
más tiempo y vino para que abriera fuego.
Me apoyo en la encimera.
Impecable, impoluta,
como toda la casa;
ella había avisado
de su visita con antelación.
¿En qué momento
empezamos a avisar
de las visitas?
¿Y cuándo
empecé a limpiarlo todo porque ella venía?
Ella, que tantas noches durmió
en el apartamento del centro;
ella que rumió felicidad
en ese cuartucho mal ventilado y sucio
en el que celebrábamos,
siempre de noche,
 estar vivos.
¿Cuándo crecimos de golpe?
Suspiro.
Me invento tareas
para aplazar la conversación.
Corto el pan.
Limpio, otra vez, la encimera.
Busco un jarrón grande,
uno que mantenga fresco su ramo de mentiras.
Lo lleno de agua.
Las coloco con cuidado.
¿Te gustan?
La miro en silencio y
me siento por fin a la mesa.

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