jueves, 2 de mayo de 2013

De revoluciones domésticas

La felicidad es ambivalente. Atrae y genera rechazo al mismo tiempo. Quizá sea lo que Freud llamó pulsión de muerte, esa víbora que nos habita y en cada mordisco inocula el veneno que potencia nuestra sensación de vulnerabilidad, la certeza de que lo real es efímero.

Hay gente que nunca se lo plantea. Dichosos, son capaces de avanzar sin imaginar abismos ante sí. Pero lo mayoría tenemos esa intuición barojiana de que el destino es algo malévolo, o al menos lo suficientemente caprichoso para impedirnos confiar en su bondad.

Tendemos a pensar que nuestro Universo no es del tamaño justo. A algunos se les antoja inquietantemente grande, desolador, movido por pasiones oscuras, por terribles fuerzas animales. A otros, infinitamente pequeño, apenas una burda muestra de intereses mezquinos y previsibles.

Será cuestión de fé. Fé sin nombres, sin banderas, sin dogmas. Creer a pesar de ser esta una era vacía y escéptica. Creer no en Dios, ni en el hombre, ni en la nación, ni en la raza. Creer no en la razón, ni en las pasiones, ni en la duda. Creer quizá en el caos; al fin y al cabo no es más que una forma más de sistematizar las pocas certezas que nos quedan.Siempre tuve claro que crecer es renunciar a los sueños, y a las certezas. 

Quizá os pasara como a mí. Cuando era pequeño ansiaba crecer, lo anhelaba con todas las fuerzas, porque abrigaba la absoluta certeza de que en algún momento se me revelaría el Secreto. 

El Secreto era, por tratar de expresarlo de alguna forma, algo que los adultos compartían entre sí, una especie de amalgama de conocimientos que ayudaban a los hombres a comprender el mundo y actuar como actúan ante la mirada de un niño, con esa combinación bien calculada de entereza y anticipación que cobija la indefensión de los niños, y en cierto sentido también humilla su ingenuidad.

Después uno crece y a medida que explora la Duda encuentra más y más recovecos, pasajes oscuros, escaleras que suben a lugares recónditos, pasillos interminables que se pierden en la noche, habitaciones que se multiplican y convierten la búsqueda en una empresa imposible. Busca, pero nadie le revela el Secreto.

Una vez leí algo curioso sobre los girasoles. En contra de lo que se cree, los girasoles no siempre giran alrededor del Sol. Eso es algo propio únicamente de los más jóvenes. Cuando las plantas envejecen dejan de girar y se limitan a mirar invariablemente hacia el Este. El Sol nunca defrauda sus previsiones pragmáticas.

Pero algo hay de bello en girar, ¿verdad? Algo de romántico hay en eso de apurar cada instante que el día les concede para tratar de robar toda la cantidad de luz posible...

Hay hombres que pronto comprenden que girar en torno a sí mismos no merece la pena. Saben por dónde saldrá el Sol al día siguiente. Algunos creen incluso saber por qué lo hará. Afortunadamente, no todas las certezas son tan inamovibles.

Hay certezas que tiñen el mundo de desigualdad, que lo convierten en una balanza que siempre bascula desequilibrada. Hay certezas que matan de hambre y dejan familias sin hogar, que sesgan derechos y mutilan libertades. Hay certezas que ciegan los ojos e impiden ver el drama doméstico señalando el ajeno.

Hay certezas que impiden el movimiento. Quizá haga falta girar para que la perspectiva cambie. Quizá entender que no hay certeza sin grietas, ni duda que no acepte una propuesta para ser resuelta.

Quizá exista una leyenda que narre que el Sol cambió su órbita cuando todos los girasoles miraron hacia  el Oeste. O quizá haya que inventarla.

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